lunes, 31 de enero de 2011

Donde van a morir los elefantes



Él, el más viejo quizás, pernocta en un rincón al fondo del oscuro y viciado bosque. Los demás miran a la nada en concreto, muchos de ellos han perdido la visión. Otros gritan enjaulados muertos de dolor, pero siempre para sus adentros, para que nadie ose inmiscuirse en su dolor viejo, su herida remendada de mala manera con el justo pasar de los años.
Hay uno de ellos al que el brillo de la juventud, cuando iba en manada, o no, no le ha abandonado, mira con curiosidad, y de vez en cuando sonríe.
Si te llegas a fijar bien, parece como si fuese sacado del cuento de Alicia y que su pesado cuerpo, comparado con el de Cheshire, estuviese encima de una rama esperando dar una respuesta a alguien que le pregunte.
Pero allí, en ese lugar, no hay nadie que pregunte, ningún animal que se cuestione si puede dejar de serlo y ser algo diferente.

En el bosque de los elefantes hay una clase con suerte y una clase desdichada. La clase con suerte es aquella a la que se les permite morir solos, cuando huelen a la muerte se apartan de la manada y van a buscar el lugar donde sus ancestros murieron.
La visión de los esqueletos, allí, cuando uno de ellos llega, no le horroriza. Todos los que allí llegaron sabían que iban para morir en paz, sin experimentos ni egoismos humanos que quisieran arrancarle la piel a tiras en beneficio de otros.
Estos elefantes tuvieron suerte, pudieron morir en paz cuando su espíritu, de forma dulce, decidió salir de su gigantesca concha.
Los de la clase desdichada tienen que sortear muchos obstáculos, demasiados, antes de llegar, si es que llegan, al cementerio.
Hay cazadores furtivos, sin escrúpulos, que cobran por esa piel, o por esa carne, muchísimo dinero. Poco puede hacer un elefante moribundo, por mucho que haya sido en el tiempo de su juventud, con un cazador.
Las cadenas que utilizan para aprisionarlos son tan pesadas y fuertes como la intención con la que fueron hechas. Los dardos para conseguir que se duerman, por si acaso se rebelan y el disparo no surtió efecto a la primera, son tan potentes que, a pesar del dolor producido por la bala y si todavía les queda un hálito de vida, ellos, como animales, repudian en el mismo instante que le alcanza.

Su hora ha llegado: ¡Dejadlos ir al cementerio!.

Estos menos afortunados elefantes sufren lo indecible antes de morir. Obligan los cazadores al espíritu a persistir hasta el final, muriendo de la forma más cruel. Nunca llegan al cementerio de carcasas de marfil. No hay al final una muerte digna.
Cuando llegue a anciana, quiero morir como un elefante con suerte, no quiero caer en manos de los cazadores. No quiero cadenas, ni balas vestidas de pastillas que me duerman...
Quiero, como todo ser vivo, una muerte digna, y que me dejen morir como yo quiera. Aunque esto, en este reino animal, tan sólo depende del azar, tan sólo depende de las manos que te traten una vez alcanzada la última edad.